San Lorenzo no necesita un salvador, pero siempre vota uno. Mientras tanto, las nuevas caras siguen en penitencia, esperando que alguien las deje jugar.
En Boedo se repite un patrón tan viejo como la sede de Avenida La Plata: cada cuatro años aparece un nuevo mesías, con aura de refundador, frases motivacionales, y la promesa de traer la gloria (o, al menos, la iluminación del Pedro Bidegain). El socio, fatigado pero ilusionado, vuelve a depositar su fe en ese candidato providencial, como quien juega el Quini 6 esperando salir de pobre.
Esta lógica mesiánica no solo frena los debates serios, sino que aplasta cualquier intento de renovación política. Las nuevas caras, las que podrían aportar ideas frescas o al menos no tener carpetas en el juzgado, siguen sin aire ni espacio. Aparecen como figuras decorativas en listas armadas a último momento o como “los pibes” que “tienen que esperar su turno”, mientras los mismos de siempre siguen rotando cargos como si fueran cromos repetidos.
El problema no es solo de oferta, sino también de demanda. Mientras el socio siga buscando un salvador y no un proyecto colectivo, el club seguirá atrapado en la lógica del parche eterno: hoy una reestructuración, mañana un fideicomiso, y pasado un discurso en la confitería con promesas de NBA.
Tal vez, la próxima revolución azulgrana no venga con humo de incienso y discursos épicos, sino con gestión silenciosa, trabajo sostenido y, sobre todo, una militancia que deje de buscar santos y empiece a construir dirigentes.
